Un número importante de filósofos e historiadores acuerdan en señalar el siglo XVI como el momento del surgimiento de la ciencia moderna, a partir de la consolidación del modelo experimental de Galileo Galilei por sobre el modelo tradicional de conocimiento postulado por Aristóteles. Sin embargo, para entender su desarrollo y actuales características, es preciso retrotraerse a los siglos XII y XIII, que marcaron el ocaso de la Edad Media y la lenta, pero progresiva constitución de la Era Moderna.
Aristóteles (384 a.C – 322 a.C): filósofo de la antigua Grecia, cuya obra resultó de vital influencia en el desarrollo filosófico y científico de la cultura occidental. Su pensamiento abarcó varias disciplinas, desde la lógica y la matemática, hasta la filosofía política, pasando por la física, la química y la biología, entre otras. Según su visión, la labor científica debía concentrarse en la identificación de la esencia de los objetos y de los seres (sustancia), que se distingue de aquello que es cambiante (accidente). El modelo de cono- cimiento aristotélico toma como punto de partida verdades o principios denominados axiomas, que se consideran válidos por sí mismos, sin necesidad de demostración o experimento alguno que los confirme.
Galileo Galilei (1564-1642): astrónomo, físico y matemático italiano, cuyos descubrimientos y experimentos allanaron la constitución de la ciencia moderna. Su principal aporte consiste en el desarrollo de un método de investigación opuesto al planteado por Aristóteles y por la Iglesia católica. En su propuesta, el punto de partida de la ciencia no es ni los axiomas aristotélicos ni las verdades reveladas de las Sagradas Escrituras, sino los hechos, a partir de la observación de los fenómenos naturales y la realización de experiencias artificiales.
Este período histórico se conoce como una etapa de profundas transformaciones sociales, a partir de la emergencia de un nuevo grupo social, la burguesía, que motorizó la ruptura con el pensamiento tradicional, en sus diversas dimensiones y que propició una auténtica revolución en el modo de concebir el mundo.
Particularmente, la burguesía se enfrentó a un esquema político, social y económico conocido como feudalismo, que se caracterizaba por la ausencia de un poder central, tal como hoy conocemos en la figura de los Estados. Tras la caída del Imperio romano, el poder político se atomizó en pequeñas unidades de territorio, los feudos dominados por los señores, militares que garantizaban la seguridad en esos espacios.
La economía se basaba exclusivamente en la producción rural. Los pobladores de las aldeas explotaban la tierra y entregaban parte de la producción a los señores, a cambio de su promesa de protección (pacto de vasallaje). Frente a este estado generalizado de fragmentación, la única institución que mantuvo injerencia social fue la Iglesia católica. Su hegemonía se extendía no solo en el plano cultural, sino también en el político y en el vinculado con la producción del saber. Entre sus principales atribuciones se encontraba la de establecer la legitimidad de los reyes en tanto representantes de la autoridad divina, y de la concordancia entre el conocimiento del mundo y la enseñanza de la Biblia.
Hacia el siglo XI se constituye la burguesía, un grupo social conformado por los habitantes de las ciudades, “los burgos” (de allí el nombre de “burgueses”) cuya actividad principal se relacionaba con la actividad mercantil y la incipiente producción de manufacturas, que se aparta de la economía esencialmente rural que imperaba en la época feudal. En su afán de progreso, comercio y emancipación, este nuevo sector social se enfrenta con el poder político y religioso de la Iglesia católica, postulando la libre elección de las actividades económicas, y de las autoridades políticas por parte de los ciudadanos, como así también la autonomía en lo que refiere a la producción del saber. En este último punto se destaca la fundación de las universidades como espacios públicos de estudio, alternativos al monopolio de los conventos.
Como ha señalado el historiador argentino José Luis Romero (1987), con el ascenso de la burguesía al rol dirigente de la sociedad, estamos en presencia de un cambio de mentalidad que propiciará a su tiempo una nueva imagen o representación de la realidad. Este será el punto de partida para la elaboración y desarrollo del pensamiento científico.
La mentalidad feudal, profundamente influenciada por la teología católica, se caracterizaba por su idea de interpenetración entre la realidad sensible (aquello que se ve, que se siente, que se puede tocar, en definitiva, que se puede percibir mediante los sentidos) y la irrealidad, o la realidad no sensible. Esta mixtura se ponía de manifiesto en la explicación del origen de los fenómenos naturales (la lluvia, el viento, las tormentas, las mareas, etc.) a partir de la intervención divina.
En este marco, la experiencia primaria de los seres humanos, que viven de la naturaleza y en ella, no era tenida en cuenta y se priorizaba la interpretación basada en la revelación de la voluntad divina. Aquello que sucede se comprende exclusivamente al interior de un sistema de ideas donde la causalidad es sobre- natural. Ante un fenómeno natural como la lluvia, cuyas causas naturales inmediatas eran evidentes y conocidas desde el sentido común (la evaporación de las aguas ante el calor, que deriva en la condensación en la altura) se anteponía una explicación que situaba como protagonista absoluto a Dios. La teología (el pensamiento referido a Dios y sus atributos), se constituía entonces en la fuente del conocimiento de la realidad y se transmitía como un saber dogmático.
Por el contrario, hacia los siglos XI y XII se comienza a postular una nueva visión de la realidad, a cuyas variaciones y sucesos se les encuentra un nuevo principio de explicación causal: la causalidad natural. Por causalidad natural se entiende aquel enunciado o conjunto de enunciados que explica un fenómeno de la naturaleza a partir de elementos pertenecientes al mismo orden, es decir, a partir de otros fenómenos naturales, sin apelar a nociones supranaturales, como la noción de voluntad divina. De esta manera, por ejemplo, las mareas (fenómeno natural A- Efecto) se comienza a explicar como producto de la influencia gravitacional de la luna (fenómeno natural B- Causa 1) o en algunos casos, por efecto de la fuerza de los vientos (fenómeno natural C- Causa 2), y ya no como el soplo de Dios sobre las aguas.
El camino de la ciencia comenzó a trazarse desde la experiencia a la conformación de un sistema explicativo basado en la causalidad natural, que a su tiempo se acumula y sirve como punto de partida para nuevas investigaciones y estudios.
Las vías de conocimiento de la realidad natural van a encarrilarse en lo que se denominará pensamiento científico, mientras que el acceso a Dios y al resto de la entidades sobrenaturales se reservarán para el pensamiento religioso. En esta división adquiere nitidez el proceso de secularización, característico de la Modernidad, y descrito por el sociólogo alemán Max Weber (1984). Mientras que en la Edad Media el pensamiento religioso monopolizaba la regulación de las múltiples dimensiones de la vida humana (la
economía, el conocimiento, la organización política, etc.),en la Modernidad cada una estas áreas se emanciparán del tutelaje religioso y se darán a sí mismas sus propias reglas y áreas de injerencia. Secularización nomina, entonces, al proceso por el cual se explica la realidad circundante al individuo a partir de nociones naturales que no tienen su origen en el discurso religioso.
Esta comprensión de la realidad como secular, profana, que se puede explicar, dominar y utilizar sin apelar a argumentos religiosos, tiene su base en la crítica al pensamiento clásico de Platón y Aristóteles. Estos filósofos representaron los máximos exponentes de la filosofía clásica griega y sus obras fueron retomadas y resignificadas por la Iglesia católica, de manera tal que durante toda la Edad Media, el conocimiento se basaba en la Biblia y las nociones de Aristóteles (Chalmers, 2002:2).
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